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El síndrome del despiste o apendejamiento

  • Foto del escritor: Isis Bobadilla
    Isis Bobadilla
  • 1 feb 2019
  • 4 Min. de lectura

Mi hijo tomó un diplomado de guión cinematográfico con Guillermo Arriaga, en la ciudad de León -por cierto un estupendo guionista pero un maldito cazador-. En fin, que el diplomado duró tres días, y en esos tres días mi hijo compartió lugar con un tipo bajito, muy amigable, un poco desaliñado, con su gorrita y sus tenis percudidos. Intercambiaban opiniones, tomaban notas, y de repente este joven le llevaba una coca cola, o un chocolate, en un acto de amabilidad, y claro, en compensación mi hijo también le invitó algo durante el snack. Al tercer y último día del diplomado, a eso de las 6 de la tarde, comenzaron a llegar muchos periodistas para una rueda de prensa que daría Arriaga para saber sobre sus próximos planes cinematográficos. De pronto, uno de los periodistas se acercó al tipo bajito y desaliñado, de tenis percudidos, y les gritó a los demás periodistas: ¡Se los dije! ¡Es Gael García! Mi hijo de quedó atónito pensando: "¿cómo fue que no reconocí a Gael en todos estos días?" Dice que siempre se le hizo familiar su rostro pero nunca lo reconoció a pesar de saber perfectamente quien era Gael García. Seguramente nunca lo imaginó por la sencillez de su comportamiento. Y entonces le conté la historia de Juanito: Hace muchos años, cuándo recién llegué a vivir a San Miguel de Allende, tuve un vecino que era un hombre mayor y que vivía con su esposa. Este hombre había sido diseñador de joyas de las principales estrellas de Hollywood como: Liz Taylor, Jane Fonda, Tom Jones, y muchos más. Una tarde, de muchas en las que pasaba a verme para preguntarme si necesitaba algo del mercado, fue para invitarme a cenar a su casa con su esposa, porque iban a recibir a un amigo muy querido llamado Juanito. Acepté. Así que, cayendo la noche, toqué en su apartamento. Antes de que llegara Juanito, me mostraron fotos de su único hijo al que habían perdido en la guerra de Vietnam, razón por la cual ya no habían querido seguir radicando en Estados Unidos. Cuando mi vecino me dijo: "Juanito no debe tardar en llegar, es un amigo al que queremos mucho y una sorpresa para ti"; me imaginé que sería un mexicano de bigote y panza reluciente, como la gran mayoría de los Juanitos en San Miguel de Allende, y con quien, seguramente, querían "arrejuntarme". Pero fue grande mi sorpresa cuando llegó el tal Juanito, luciendo una gran altura, un cuerpo atlético bastante de 'buen ver', lentes con mucho aumento, jeans deslavados y gorrita de beisbolista. Era gringo indudablemente. Hablaba poco español pero pudimos darnos a entender en algunas cosas. Me platicó que sus abuelos habían sido croatas, que él había nacido en Illinois y que su padre trabajó en algún cargo importante en cuestiones del medio ambiente, y que por eso a él le preocupaba mucho la ecología; al menos eso le pude entender. Cenamos muy a gusto, tomamos algo de vino, charlamos sobre técnicas actorales, pues le conté que yo pensaba dirigir teatro, y así fui entendiendo que Juanito sería una especie de escritor o director de escena. Finalmente me atreví a preguntarle si realmente su nombre era Juanito, y me dijo que sí, que así le gustaba que lo llamaran. Cuatro copas de vino más tarde, pude notar que Juanito me miraba insistentemente, como pretendiendo que esa noche tuviéramos algo más que una simple charla entre amigos. Yo pensé que sería bueno parecer una mujer un poco más difícil y dirigir la situación hacia que Juanito me invitara al día siguiente a desayunar y, de ahí, quizá vendría el desenlace de un tórrido romance. La verdad es que el tal Juanito me pareció descomunalmente atractivo, a pesar de la graduación de sus lentes y de su inseparable gorra negra que claramente delataba su calvicie. No importaba. Juanito era genial; su voz, sus movimientos, sus gestos... (suspiro). Era un intelectual. Al avanzar la noche no tuve más que despedirme, dar las buenas noches y decirle a Juanito que nos veríamos pronto. Él se quedaría a dormir en casa de mi vecino y seguramente al día siguiente me invitaría a salir. Juanito me dio un abrazo muy, muy fuerte y un beso apretado en la boca, como diciéndome "tú te lo pierdes". Al día siguiente estuve muy alerta desde mi ventana para ver salir a mi vecino con Juanito, y... sí, vi venir a mi vecino pero, sin Juanito. Lo primero que le pregunté, antes del 'buenos días', fue: ¿Y Juanito? Sonrió un poquito y me dijo que Juanito me dejaba muchos abrazos, que le resulté encantadora, pero que se tuvo que ir muy temprano pues tenía que tomar un avión en la Ciudad de México hacia Londres. Mi enorme sonrisa se fue deslavando poco a poco porque no vería más a Juanito y sentí que me había perdido un jugoso viaje a Inglaterra. Mi plan había fallado. Sin embargo me resigné pensando que se trataba de un gringo más, y que con los gringos no suelo tener mucha empatía, -por aquello del lenguaje-. Fue entonces cuando mi vecino me preguntó: "¿Nunca lo reconociste verdad?". Le dije muy preocupada: ¿Debía reconocerlo?, y dio un grito tan fuerte que me asustó, y dijo: "¡Claro!, ¡me imaginé que no lo reconociste! Él es John Malkovich, el actor, uno de mis mejores amigos". Mi mandíbula se me cayó hasta las rodillas y no tuve palabras. Me quedé en estado de coma. Lentamente comencé a reaccionar y a preguntarme desde entonces y cada día: ¿cómo fue que estuve cuatro horas sentada junto a John Malkovich sin llevármelo a la cama para no soltarlo jamás?, ¿cómo fue que no reconocí a uno de los actores que más he admirado en la vida? Hasta hoy me sigo reprochando el no haberme colocado esa medalla de oro en mi solapa. Cada vez que veo una cinta de este estupendo actor, mi mente suelta una palabrota una y otra vez y lo hará hasta el final de mi existencia. A todo esto... Sí, así es, mi síndrome del despiste o apendejamiento, definitivamente se lo heredé a mi hijo.


 
 
 
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